LA MUJER DE HELIO

LA MUJER DE HELIO
Dina Bellrham

sábado, 19 de noviembre de 2011

XIX (LOS PRINSAPOS)

Los de piernas largas y voz de saurio siempre han tenido una severa parálisis del nervio hipogloso.
Desde que vi su fémur sostenido de placentas supe que sería un peligro saludarlo desde mi ventana. Prefiero anunciar las sílabas con las pestañas, porque las cuerdas vocales se condensan en eso que llaman motor de esnobismos. Debería haberle roto la boca con la mía antes de que empiece su monólogo de hemodiálisis. Debí callar sobre todo, y colocar mis manos en su mandíbula de unicornio. Debí lamerle las heridas y no pretender ser el presbítero pedófilo que absuelve mentiras.
Caí de bruces ante sus ojos repletos de espectros. Rompí mi diplomacia feminista de esperar las mallas en un corcel. Porque yo soy la clara del huevo roto: viscosa, suave, desagradable al paladar blando; por no poseer los condimentos extremistas, artificiales, arrogantes.
Apresuré el silencio y mientras tocaba mi luz, mi parkinson cupidiano hacía juerga en mi dermis.
Resulta que soy el dragón de los cuentos, como el moho de las piedras que las vuelve patéticamente sensibles.
Incompatibilidad de sonidos y afeites, ambos como lobos cuidando nuestros reflejos, y sin darnos cuenta que rompíamos la única vajilla de la casa. Nos quedamos sin platos para las visitas.
No entiendo ese vicioso complot de pescar en las tumbas de los antros a las niñas que ríen como hienas prendidas a sus tacones de agujas, que sueltan sus atavíos como globos de cianuro, que amanecen en diferentes catres, en diferentes días. Y ellos, las llamarán intensas, y se taponarán los oídos cuando las Venus marchitas intenten pronunciar un terremoto.
No puedo diferenciar entre mi primo de cinco años y los hombres que rozan mis labios, tal vez el tamaño ayude a mi diagnóstico. Ustedes machos de las pólizas de bancos.
Sería pedir demasiado que callen los signos de interrogación, que rasguñen los protocolos, que revienten mis músculos con los suyos.
A ellos les gustan las mujeres libertinas o divertidas, que se mofan de la mosca que se estaciona de retro en su copa de excusas, y que luego llevan a sus lenguas sin darse cuenta que han cumplido el ciclo biológico de un insecto.
De nosotras, las medusas, no huyen; simplemente lanzan llamas e intentan incinerar nuestras alas, nosotras las que pronunciamos oníricamente los besos y los damos cuando la noche muere en brazos del día. De repente te vi, y quise ser alcanzada, quise no ser exiliada, que me des manos o uñas, que no abandones mis articulaciones en el abismo. Porque el cerebro y los cariñosos golpes de espalda que tatuamos en sus pupilas midriáticas, no son peticiones de rosario, son gritos.
Ustedes, tú, ya deberían estar sordos de tantos colores que expandimos en la atmósfera.
La manzana está en mi boca, las otras están bailando bajo mis pies, rezando sus elegías ofídicas. El pecado original proviene de la boca, de la palabra que ruge ante las montañas, esa voz que atrofiaste junto a mi lagrimal.
No me dejes caer, ni fecundar orgías, ni devaluar mis dientes. No dejes ir a la que te ha brindado la ruleta rusa de sus ánimos. Yo la de sonrisa innombrable.
Desde el orificio de la puerta espero que decidas hacer puño y rozar la cajita de música donde lluevo con techo, donde asesino mi reflejo, e intento no volver a destrozar tu columna de juguetes. Ando circulando entre tus plaquetas y dolor. Tu boca tiene el dolor más hermoso del mundo.

Derechos Reservados © Dina Bellrham

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